Las agujas del reloj se pararon en el último minuto estirando un instante que parecía no tener fin. El minutero, soberbio y altanero, estrangulaba la manecilla que marcaba las 00:00. La hora del crepúsculo, la nocturnidad hecha realidad dentro del negruzco cielo cubierto de nubes. La frialdad con la que el reloj había parado el tiempo, lo había detenido en un sinsentido llamado infinito no hacía más que presagiar lo que muchos denominaban el fin del universo. Pero todo había sido calculado meticulosamente. Todas las señales por las que habían sido avisados, y a las que no habían hecho caso. Todas las profecías cubiertas del triste oro del misticismo y la falsificación de los dioses, no eran más que un escudo inútil e inservible con el que enfrentarse a una historia cuyo final estaba teñido de vísceras y piel. Como una tapa de cuero formada por la carne de aquellos que habían sido promiscuos. Pecadores.
Aquella noche cerraba la oscuridad teñida por los siglos de pecados y de inservibles plegarias a un Dios inhumano. A un Dios inexistente. A una imagen proyectada por individuos que prefirieron evadirse de su propia realidad.
Y he ahí el reloj del tiempo admirando como la eternidad se va quemando dulcemente al son de los gritos de los planetas. Y he ahí el nombre de lo efímero. El nombre de aquello que nunca se había podido controlar.
La muerte.
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