Un sufrimiento sin crisis, vacío, oscuro y lóbrego; Un dolor ahogado, soñoliento, desapasionado, Que no encuentra desahogo ni alivio en palabras, suspiros o lágrimas... ¡Oh, Señora! Con este humor desanimado y descolorido, Y a otros pensamientos incitado por aquel lejano zorzal, Durante todo este largo crepúsculo, tan sereno y perfumado, He contemplado el cielo del oeste, Y su matiz peculiar de verde amarillento. Aun lo contemplo, ¡Y con qué mirada inexpresiva! Y aquellas finas nubes, lisas y escamadas, Que a las estrellas comunican su paseo, Esas mismas estrellas que se deslizan entre las nubes, Y detrás de ellas, o bien brillantes o apagadas, Pero siempre visibles; Y esa luna creciente, tan fija como en su propio lago celeste, Sin nubes, sin estrellas; A todas las veo, Tan majestuosamente hermosas, ¡Veo qué hermosas son, más no lo siento!
Samuel Taylor Coleridge (1772-1834)

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