El mejor arma de descubrimiento, un libro.

Cuando leo una historia de amor desgarrada por la tragedia que ha padecido uno de sus personajes no puedo evitar sentir un nudo en el estómago. Son personajes intensos, desamparados por la historia de sus vidas. Son personajes dependientes, retorcidos, vacíos, contradictorios, que no saben solventar sus problemas sobre el amor y la correspondencia. Están enfermos. O mejor dicho, deshechos. Se desdibuja su historia con cada sonrisa torcida, con cada relación destrozada, con cada deseo cruel e impío. El sadismo que reflejan con sus acciones, la desesperante esperanza de llenar el vacío que les han provocado, la dependencia salvaje e impura que les llevan a la autodestrucción de sus almas, no hacen más que preguntarme si yo también soy así. Por mucha luz que uno desprenda, por mucha nobleza que uno posea, siguen existiendo recovecos oscuros y brutales que van despedazando, cual lobo, esta pureza primigenia que posee el ser humano impoluto. Un ser humano libre de pecados carnales, de atrocidades familiares, de secretos infatigables.
Con cada personaje oscuro que me encuentro, aumenta mi desazón, mi desequilibrio. ¿Acaso no estoy haciendo malabares con mi propia cordura, con esta conciencia que intenta sellar lo olvidado?
Cada libro que muestra la horrible verdad de aquellos que profesan y aman el daño, hace un poco más de mella en mi percepción de lo que yo considero realidad. Y vuelve a mi mente la pregunta de si podría haber sido diferente.

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